La tarde se desliza silenciosa, como una anaconda sobre el pasto.
Mis ojos, taciturnos, elevan su mirada hacia la copa de los árboles mustios de final de otoño y entonces descubren la silueta de la sirena perdida en aquel océano que ahora es selva.
Sólo es la silueta. Ella ya no está en ese continente de sinuosas riveras; se dejó encantar por su propio canto y se perdió en la melancólica espesura de una selva llena de pájaros que antes eran peces. Sus trinos la volvieron loca.
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