miércoles, 20 de junio de 2018

EL PAYASO SIN NOMBRE

Después de tantísimos años, sin que nadie lo supiera, volvió al pueblo. Ya prácticamente nadie lo reconocía y muchos ni siquiera habían oído hablar de él. Vestido de payaso, harapiento y pintarrajeado, caminaba por las calles del pueblo tocando un tambor gigante con dos platillos que colgaba de su cuello, al tiempo que resoplaba una corneta disfónica. De tales instrumentos salía una música que alborotaba a los niños que, dando brincos, acompañaban su derrotero. De sus enormes bolsillos brotaban palomitas de maíz que ellos recogían del piso y que se convertían en flores cuando las iban a comer. El no hablaba, sólo caminaba a paso estirado donde cada zapato hacía el 50 % de su tranco. Cuando un niño vivaracho le preguntó -¿cómo te llamas? él detuvo su marcha y mirando a todos les dijo: -ando buscando mi nombre que perdí en este pueblo hace muuuchos, muchos años. Toco el tambor y soplo la corneta llamando a mi nombre, tal vez él me reconozca. Por favor –dijo-, mientras lloraba a chorros que mojaba a todos, ayúdenme a encontrar mi nombre.
Los niños echaron a correr como si conocieran el lugar donde se encontraba y, corrían tan rápido, que levantaron vuelo; y en un abrir y cerrar de ojos, se convirtieron en barriletes poblando el cielo de la tarde. 
En las manos trémulas del payaso sin nombre, una multitud de hilos se tensaba ante sus ojos.

La gente, indiferente, pasaba caminando a su lado.

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